Raúl Macías
Viernes de meditación, de acercarse al Hijo de Dios, de revivir en Iztapalapa lo que fueron las últimas horas de Jesús en la tierra antes de ser crucificado. Un mar de gente se dio cita en esa demarcación del oriente de la ciudad; fe, devoción y rezos; dolor y angustia; meditación y reflexión; el sentir de miles de personas mezclado, y el encuentro de almas que sin conocerse se persignaban.
De este modo continuó la CLXXII representación de la Pasión y Muerte de Jesús, quien era seguido paso a paso por visitantes nacionales y extranjeros. El Hijo de Dios (Daniel Agonizantes Buendía) fue sacado de prisión (la Casa de los Ensayos) para ser presentado ante Poncio Pilatos y fuera el gobernador quien ordenara que se le crucificara como castigo, porque los fariseos lo acusaban de violar las leyes al decirse rey.
Un grupo de soldados romanos lo escoltaban amarrado de las manos con una cuerda para que fuera castigado por decirse Hijo de Dios, Rey de los Judíos y Salvador de la Humanidad. En ese trayecto fue víctima de agresiones e insultos, detrás caminaban los sumos pontífices agitando a la gente para que se diera más presión y se aplicara un castigo ejemplar.
Fue así como caminaron al palacio de Poncio Pilatos, quien al tener a Jesús enfrente le pide que se defienda de las acusaciones en su contra, y luego de varios minutos decide poner en manos del rey Herodes la vida del Nazareno.
A Herodes le relatan todos los delitos del hijo del carpintero, entre ellos, nombrarse Rey de los Judíos y es cuando Herodes, burlándose, le pide que resucite a David. Le dijo que solamente con esa acción le creería que en verdad era el enviado del Señor. Sereno, sin pronunciar palabra alguna, Cristo escuchaba los cuestionamientos. Tras él, los fariseos agitaban a los asistentes, se sentían molestos por las aseveraciones de Jesús.
Molesto por el silencio, Herodes dio la orden para que fuera regresado ante Poncio Pilatos para que fuera él quien decidiera sobre la vida o la muerte. Ya ante Poncio y con la promesa hecha a su esposa Claudia, Pilatos dijo: "no entiendo qué mal les ha hecho este hombre", y entonces les preguntó a los habitantes del pueblo de Judá: "a quién quieren que deje en libertad, al ladrón Barrabás o a su Rey Jesús de Nazaret".
Como en coro solicitaron la libertad del ladrón y asesino Barrabás y ordenara la crucifixión del Mesías en el Gólgota. "soy inocente de la muerte de este hombre", dijo Poncio para entonces solicitar le arrimaran un balde con agua para lavarse las manos. Al ver que Pilatos les dejaba en sus manos castigar al blasfemo, como decían, los pontífices se dio la orden de que fuera llevado para amarrarlo a un pilar instalado en Plaza Cuitláhuac, donde le dieron un sinnúmero de latigazos en todo el cuerpo.
Lastimado por los azotes y con el cuerpo maltrecho y ensangrentado siguió siendo víctima de las burlas y humillaciones.
Al ser llevado de nueva cuenta ante Pilatos, obligado por la muchedumbre dicta su veredicto final, el que se encontraba marcado desde el nacimiento de Jesús.
"Yo, Poncio Pilatos, presidente de la Superior de Galilea juzgo, sentencio y condeno a muerte a Jesús de Nazaret y determino que su muerte sea en una cruz, y será crucificado al lado de Dimas y Gestas", y al regreso a sus aposentos, su esposa Claudia le recriminó y le aseguró que había mandado a matar a un inocente y quien en verdad es Hijo del Altísimo.
Su caminar fue lento por lo maltrecho y las lesiones en su cuerpo. Cargaba a cuestas la cruz y los pecados de la Humanidad, quizá esto, lo más pesado que llevaba encima.
Al ver que había vendido al Hijo de Dios, Judas Iscariote corrió hasta el Cerro de la Estrella para poner fin a sus cargos de conciencia. De entre sus ropas sacó una cuerda que amarró bien a un árbol para colgarse. Su cuerpo inmóvil y con la lengua de fuera su cuerpo era mecido por el aire; y quedaba la muestra de la traición a su maestro y el arrepentimiento
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