* Los pueblos de Chiapas viven sometidos, ajenos a los beneficios de la riqueza y empobrecidos por el egoísmo del mestizo.
Es la tierra de mil colores, selvas profundas y babel de lenguajes. Las leyendas dicen que la gente fue predilecta y sus orígenes están asidos a la tierra y plantas sagradas de los dioses, el maíz, del cual dice el Popol Vuh, fueron creados los seres humanos. En las sierras chiapanecas, la niebla cubre las tradiciones, lo antiguo y lo nuevo. Mientras sube de nuevo a sus orígenes tras haber fecundado la selva y refrescado a los hombres, descubre la tensión entre lo antiguo y lo nuevo. Fue tierra expoliada y sometida por los conquistadores y encomenderos. La lucha se extiende por siglos, recordado la herencia de paladines por la dignidad de los indígenas contra quienes pensaban que los naturales no tenían esencia humana.
Los pueblos de Chiapas viven sometidos, ajenos a los beneficios de la riqueza y empobrecidos por el egoísmo del mestizo. Sus añejas demandas fueron olla de prisión que no aguantó hasta el 1 de enero de 1994 cuando tomaron las armas y se rebelaron en contra el supremo gobierno; sin embargo, las condiciones poco han cambiado, la revuelta no los reivindicó y sus viejas carencias son nuevos problemas.
Mientras el Papa Francisco recorría el Centro deportivo de San Cristóbal, el descontento popular tuvo catarsis a través del sonido local que clamó por el fin de la pobreza, la procuración de la justicia y el consuelo del Papa amigo de los pobres. La revolución de la esperanza y misericordia llegó a la periferia de la Iglesia indígena, con su patrimonio y bagajes ricos en signos y símbolos que enlazan el pasado por el sincretismo de la cosmogonía de los antiguos mayas y la pedagogía salvadora de la liturgia centrada en el misterio pascual.
El clamor de los pobres, el grito de la tierra, fueron suavizados por la energía melodiosa de la marimba amestizada por el mariachi; los dialectos reclamaban la deuda pendiente con ellos, con los despreciados y extintos en diversas partes del territorio mexicano. Francisco comparó el sufrimiento y lucha de los indígenas chiapanecos con la marcha de Israel hacia la liberación de la opresión del faraón déspota, faraón del racismo cuando, por falta de oportunidades y fieles a sus costumbres, se ven obligados a emigrar para ser engullidos por la modernidad de las ciudades o seducidos bajo la bonanza del materialismo.
Francisco reclamó la devastación humana y ecológica que suprimió los sueños escondidos en los mitos y leyendas sagradas de pueblos ancestrales que anhelan la liberación ahora anestesiada. En Chiapas, los conflictos suceden cotidianamente, los desplazados son problema corriente y, como declaró el obispo de San Cristóbal de Las Casas, muchos indígenas se avergüenzan de sus orígenes adoptando las costumbres mestizas externas que fulminan la riqueza del sureste.
Las montañas circundantes de los núcleos urbanos testimonian la devastación. Las maquinarias devoran materiales pétreos y miles de hectáreas de bosques y selva jamás podrán recuperarse. Francisco lo advirtió cuando nuestras conciencias fueron adormecidas para minimizar o ignorar la devastación, "la creación también sabe levantar su voz; «esta hermana clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes".
San Cristóbal, como muchas otras regiones del país, enfrenta la degradación y explotación de sus recursos naturales además de los daños a la salud por el saqueo de minas. Esto fue clamor del Papa cuando escrutaba el libro de la devastación chiapaneca en la homilía que parecía describir la tremenda realidad de la ciudad colonial, antigua sede del enorme obispado ahora fragmentado: "mareados por el poder, el dinero y las leyes del mercado... quienes han despojado de las tierras o han realizado acciones que las contaminaban".
El llamado es a combatir la alienación de los pueblos que buscan mitigar la sed de justicia insatisfecha a pesar de los siglos. La reivindicación de esta mañana es clara. No se puede seguir descarrilando del curso de la historia a los indígenas, necesitamos conocerlos, aceptarlos, integrarlos a la dinámica de nuestro desarrollo. La tensión entre la tradición y lo moderno rivaliza en las ciudades de Chiapas que, como en otras del país, afrontan la corrupción, inseguridad e impunidad. Más doloroso es ver la exclusión de los indígenas sin otro camino: despreciar lo que son para adoptar el pragmatismo de la sinrazón. Y en medio, el debate del catolicismo para arraigar y subsistir como iglesia predominante frente a la confusión de creencias de la entidad que menos católicos tiene en todo México. En cada calle, en cualquier comunidad de la selva, pentecostales, adventistas, bautistas, evangélicos y hasta musulmanes prosélitos despedazan el alma de los chiapanecos pobres que sufren alcoholismo, marginación, pobreza, prostitución, desempleo, insalubridad y despojos ancestrales.
A pesar de las afirmaciones de prosperidad y desarrollo del gobernador que cachetea a sus subordinados y cínicamente usa recursos para promover imagen a nivel nacional suspirando por el máximo cargo público, los indígenas no consolidan la deseada paz desde el último levantamiento. Francisco lo mencionó en San Cristóbal de Las Casas, diócesis del obispo caminante denostado, incomprendido y atacado, en Chiapas los indígenas son sacrificados al dios de la modernidad, ofrecidos en libación a la estatua del déspota faraón que aplasta los sueños de paz, prosperidad e integración en el México de la penosa deuda con los pueblos dueños de las misteriosas tierras del jaguar y saraguato, criaturas míticas que rugen y aúllan como reclamando que "nuestra oprimida y devastada tierra "gime y sufre dolores de parto" (Rm 8,22)
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