Comunidad se construye en equipo
Hazael Ruiz Ortega
En México, la fuerza de un pueblo no se mide por sus monumentos o su riqueza, sino por la trama invisible que une a sus habitantes: el sentido de comunidad. Es esa red de manos que se estrechan, de voces que se suman y sueños que se construyen en colectivo. Aquí, la solidaridad no es una idea abstracta, sino un acto cotidiano que se repite en mercados, fiestas, campos y ciudades. Es la herencia de un país que ha aprendido, generación tras generación, que nadie se desarrolla en aislamiento.
La historia de México está tejida con hilos comunitarios. Desde tiempos prehispánicos, los pueblos originarios entendieron que el bien individual solo existe en el marco del bien común. Prácticas como el tequio (trabajo colectivo para construir escuelas, reparar caminos o cosechar milpas) siguen vivas en las comunidades de Oaxaca, Chiapas o Guerrero. Allí, las decisiones se toman en asambleas bajo la sombra de un árbol, donde cada voz encuentra un espacio.
Las fiestas tradicionales son otro reflejo de este espíritu. En las celebraciones de Día de Muertos, no solo se honra a los propios, sino que se adornan las tumbas de quienes se percibe no tienen familia. Las calles se llenan de altares compartidos, donde el cempasúchil de uno se mezcla con el pan de otro, creando un mosaico de memoria colectiva.
México ha enfrentado terremotos, huracanes y pandemias, pero cada crisis ha sido un recordatorio de su capacidad para renacer desde lo colectivo. Un ejemplo, tras el sismo de 2017, las calles de la Ciudad de México se convirtieron en un taller de esperanza: vecinos, estudiantes formaron cadenas humanas para pasar víveres, cocinas improvisadas alimentaron a miles y la gobernanza presente.
Durante la pandemia, las ollas comunitarias surgieron en colonias. Mujeres organizaron cocinas al aire libre para alimentar a familias enteras, mientras jóvenes repartían medicinas y acompañaban a adultos mayores en su aislamiento. La adversidad, en lugar de dividir, tejía puentes nuevos.
En los valles de Chiapas, cooperativas cafetaleras han demostrado que otro modelo económico es posible. Familias enteras cultivan, tuestan y exportan café orgánico, repartiendo ganancias con equidad y reinvirtiendo en sus comunidades. El éxito de uno alimenta el progreso de todos.
Pueblos dedicados a la alfarería han transformado la competencia en colaboración. Artesanos comparten hornos, diseños y clientes, creando una red donde el éxito de un taller beneficia a todo el gremio. «Si uno vende, todos ganamos», repiten entre risas mientras moldean el barro.
Hoy, frente a desafíos como el cambio climático o la migración, las comunidades mexicanas escriben nuevas páginas de su historia colectiva. En la sierra Tarahumara, corredores entrenan a nuevas generaciones no para competir, sino para preservar una tradición que celebra la resistencia y el apoyo mutuo.
Programas gubernamentales como Sembrando Vida —que fomenta la reforestación mediante trabajo comunitario y del turismo que se gestiona desde lo local son extensiones modernas de un principio ancestral: el progreso se alcanza mejor cuando se camina en grupo.
El individualismo avanza, sin embargo, México ofrece una lección profunda: apoyarnos no es solo un acto de bondad, sino la única forma de construir futuros que valgan la pena. Porque al final, como dice un refrán que se repite en las asambleas de los pueblos originarios, «la lluvia no cae solo en una milpa». Todos estamos bajo el mismo cielo, y juntos, la cosecha siempre será más abundante.
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