En los panteones... asomó sonrisa entre tristeza por los niños

lunes, 2 de noviembre de 20150 comentarios



Raúl Ma­cías

Las tum­bas se en­con­tra­ban ador­na­das con ju­gue­tes, dul­ces, glo­bos y flo­res, sus pa­dres fue­ron a vi­si­tar a sus an­ge­li­tos que par­tie­ron des­de ha­ce al­gu­nos me­ses o años; eran mo­men­tos de tris­te­za al re­cor­dar las ho­ras, días, me­ses y años jun­tos, an­tes de que lle­ga­ra el amar­go adiós; la des­pe­di­da que due­le, el do­lor que ca­da día se cla­va más en el co­ra­zón, pe­ro ayer en los pan­teo­nes se die­ron la opor­tu­ni­dad de vi­si­tar a sus hi­jos fa­lle­ci­dos. 

Era una ma­ña­na con al­go de ca­lor­ci­to, pe­ro no un ca­lor den­tro del co­ra­zón, por­que ahí exis­te un gran ice­berg des­de que sus ni­ños par­tie­ron a em­be­lle­cer el cie­lo, al ser lla­ma­dos pa­ra es­tar den­tro del pa­raí­so de los án­ge­les de Dios. Con flo­res en las ma­nos fue­ron lle­gan­do has­ta don­de re­po­san los res­tos mor­ta­les de sus be­bés, pe­ro no iban so­los, eran acom­pa­ña­dos de otros ni­ños. 

No era na­da fá­cil el co­men­zar a lim­piar la tum­ba; las lá­gri­mas ro­da­ban por las me­ji­llas de las ma­dres y pa­dres. De pron­to una son­ri­sa se mar­ca­ba en sus ros­tros; era tal vez pro­vo­ca­da por el re­cuer­do de lo vi­vi­do cuan­do sus ni­ñas o ni­ños co­men­za­ron a ga­tear y lue­go a ca­mi­nar, pa­ra ahí dar ini­cio a las pe­que­ñas tra­ve­su­ras y a co­men­zar a des­cu­brir la vi­da de ser an­ge­li­tos. 

To­do te­nía que que­dar pul­cro, bri­llan­te co­mo la luz ema­na­da por el gran co­ra­zón de los be­bés, era por ello que pa­sa­ban pe­da­zos de tra­po mo­ja­dos so­bre las tum­bas; no im­por­ta­ba si eran de ta­bi­que y ce­men­to o már­mol; por­que den­tro del rei­no de Dios no exis­ten ri­cos ni po­bres, si­no al­mas ino­cen­tes que fue­ron al cie­lo a vo­lar con sus ali­tas que en la Tie­rra na­die po­día ver. 

Sus pa­dres re­cor­da­ban los días de fe­li­ci­dad y en las tum­bas ale­da­ñas de los pan­teo­nes, otros ni­ños ju­gue­tea­ban. Co­rrían y co­rrían, no se can­sa­ban; pa­re­cía que ju­ga­ban con las al­mas de sus her­ma­ni­tos o pri­mos ya fa­lle­ci­dos, pe­ro eran ellos quie­nes con su ino­cen­cia lo­gra­ban, tal vez ver­los. Y so­la­men­te ha­cían una pau­sa pa­ra to­mar al­go o co­mer unos dul­ces. 

Los re­lo­jes no de­te­nían su tiem­po, las ma­ne­ci­llas ca­mi­na­ban y el do­lor más se cla­va­ba, por­que ya iba a ser el tiem­po de te­ner que aban­do­nar el pan­teón y re­gre­sar a ca­sa con la tris­te­za de que ter­mi­na el tiem­po que se les da a los ni­ños di­fun­tos pa­ra ve­nir a vi­si­tar a sus fa­mi­lia­res, quie­nes en los días si­guien­tes se­gui­rán re­cor­dan­do to­do lo vi­vi­do, y con la pro­me­sa de que el pró­xi­mo año, vol­ve­rán a vi­si­tar­los en sus tum­bas
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